LA DOCTRINA DE LOS ACTOS PROPIOS Y SU APLICACIÓN EN LA INTERPRETACIÓN DEL CONTRATO
Resumen
Se abordará desde una perspectiva legal, doctrinal y jurisprudencial el
concepto y alcance de la teoría de los actos propios o venire contra factum proprium non valet nulla conceditur, según la
ley civil venezolana. Para ello, se analizarán en esta investigación
documental, presupuestos y requisitos para su correcta aplicación, su valiosa
aportación y utilidad como criterio de interpretación contractual que posee tan
excepcional herramienta fundada en la buena fe protectora de la legítima
confianza, debido a su función integradora e interpretativa del derecho. Se
afirma su armonía con el ordenamiento jurídico civil venezolano, y por ende, su
aplicabilidad.
Palabras clave:
actos propios, buena fe.
Abstract
Be addressed from a legal
perspective, doctrinal and jurisprudential concept and scope of the theory of
estoppel or venire factum proprium non
valet against conceditur nulla, according to Venezuelan civil law. This is
discussed in this documentary research, budgets and requirements for a
successful application, your valuable contribution and usefulness as a
criterion of contract interpretation that has such an exceptional tool based on
the good faith protective of legitimate expectations because of its integrative
function and interpretation of the law. It says its harmony with the Venezuelan
civil law, and hence their applicability.
Key
words: own acts, good faith.
I. Introducción
En los últimos años a través de la moderna doctrina
general del contrato, se le ha venido dando tratamiento a una figura jurídica
conocida como la “Teoría de los Actos Propios”, considerada una respuesta
jurisprudencial a problemas concretos y acuciantes (López, 2009), en razón de
no contar con el desarrollo legislativo propio de la instituciones jurídicas
contractuales.
Se trata de una institución carente de
regulación expresa en el ordenamiento jurídico civil venezolano, pero presente de
manera implícita, porque es una aplicación del principio general de la buena
fe, en donde se señala la inadmisibilidad por ilicitud material, de actuar
contra aquellos actos que han generado legítima confianza en la otra parte de
la relación jurídica; es decir, de comportarse de manera contraria a una
conducta inicial (Bernal, 2010). Es un límite en el ejercicio de un derecho
subjetivo, de una facultad o de una potestad. Es una aplicación del principio
de la buena fe contractual y/o una consecuencia del referido principio, el cual
exige la observancia de un comportamiento consecuente dentro del tráfico
jurídico.
Su aparición y consecuente estudio, viene
dado por la importancia que tienen las relaciones jurídicas, hecho este objeto
de preocupación para el Derecho en materia contractual, cobrando una especial
relevancia en la actualidad, debido a la forma en la cual han evolucionado los
negocios jurídicos. La moderna doctrina del contrato ha señalado a través de
ella, la importancia de mantener un adecuado equilibrio en las relaciones
contractuales, suprimiendo en parte el régimen individualista y voluntarista, subjetivista
e inspirador de las codificaciones en la materia en el mundo, incluida Venezuela.
Por ser un criterio objetivo capaz de
describir y/o descubrir intenciones malignas o contrarias a la buena fe como
principio complementario del orden jurídico, es preciso antes de iniciar el
estudio de la teoría de los actos propios, establecer brevemente cual es el
sistema idóneo de interpretación contractual suficiente para determinar y negar
toda pretensión o actuación en sentido amplio, contraria a una pasada conducta
generadora de la legítima confianza.
II.
La interpretación del contrato
Señala el artículo 12 del Código de
Procedimiento Civil (1986), en su parte único lo siguiente:
En
la interpretación de contratos o actos que presenten obscuridad, ambigüedad o
deficiencia, los jueces se atendrán al propósito y a la intención de las partes
o de los otorgantes, teniendo en mira las exigencias de la ley, de la verdad y
de la buena fe.
En caso de presentarse algún conflicto
intersubjetivo entre las partes contratantes respecto al contenido y alcance
del negocio jurídico, se hará necesaria la labor de escudriñar el contrato. Por
ello, y con mucha anterioridad a la vigencia de la norma citada, expresaba Francesco
Messineo (1952) en una de sus magistrales obras, que la interpretación contractual
configura una labor ardua revestida de complejidad semejante a la
interpretación de las normas jurídicas, en donde se procura reconstruir el
pensamiento y voluntad de las partes, no de manera individual, si no considerados
en combinación, se trata de aclarar y determinar el contenido de ese acuerdo de
voluntades.
A través de ella se persigue la indagación
de la concreta y efectiva voluntad de las partes; su substancia, en virtud del
desacuerdo respecto al contenido, alcance y ejecución. De darse tales
supuestos, el intérprete tendrá el deber de proveer en virtud de su actividad una
interpretación que produzca una regulación más adecuada, pero nunca
menospreciando el estudio de sus móviles considerados en conjunto.
II.I.
La interpretación subjetiva
Es evidente, a la luz de la norma adjetiva
civil venezolana antes citada, que debe acudirse a criterios objetivos cuando
no ha sido posible solventar la situación planteada ante la jurisdicción
ateniéndose al propósito e intención primarias de las partes contratantes; es
decir, que la interpretación contractual en su criterio subjetivo ha de ser el
punto de partida para el intérprete. Dicho criterio subjetivo de interpretación
contractual es la llamada histórica, porque persigue reconstruir la inicial y
común intención del acuerdo y no sólo la expresada en las palabras utilizadas.
Se debe valorar el comportamiento en conjunto observado por las partes, aún con
posterioridad a la conclusión del contrato (Messineo, 1952). Se trata de hacer
emerger la intención con la cual se expresaron las palabras, o aquella con la
cual se ejecutaron los actos relevantes de las partes, cuál fue la voluntad y
visión de las partes al vincularse jurídicamente. Es decir, realiza un examen
de todo lo expresado de manera verbal y/o escrita, atendiendo también a
cualquier otra circunstancia capaz de proveer material informante acerca de
cuál fue en concreto, el pensamiento de las partes al contratar.
II.II.
La interpretación objetiva
Es aquella que elimina ambigüedades, dudas
o situaciones análogas (Messineo, 1952). Se recurrirá a éste criterio, cuando
ningún dato se pueda extraer en la búsqueda histórica de la intención común
para así establecer la presunta voluntad de las partes. Por ello se señaló en
pocas líneas atrás, que al citar la Ley Civil adjetiva y definir el criterio
subjetivo de interpretación, que es después que éste ha sido insuficiente, que
deberá recurrirse a los criterios complementarios implícitos en las exigencias
de la ley, la verdad, y la buena fe. Afirmamos que no han de ser los únicos
criterios, ya que el artículo 1.160 del Código Civil (1982) señala todas las
consecuencias derivadas de los mismos contratos, la equidad, el uso o la ley,
como deberes a cumplir aparte de los reseñados en el contrato. Por tal razón,
al imponer la norma civil ejecutar el contrato con tales criterios u
obligaciones, necesariamente debe el intérprete ceñirse a tales criterios
objetivos después de ser insuficiente la interpretación subjetiva.
Señala el nombrado artículo 1.160 del
Código Civil venezolano (1982):
Artículo
1.160.- Los contratos deben ejecutarse de buena fe y obligan no solamente a
cumplir lo expresado en ellos, sino a todas las consecuencias que se derivan de
los mismos contratos, según la equidad, el uso o la Ley.
Por su parte, el eximio jurista venezolano
José Mélich Orsini decía (2009), que es el método objetivo o técnico social, porque
concede al intérprete contractual mayor libertad de actuación, sin circunscribirse
a la pura individualidad de las partes, sino que además debe encuadrar su
actividad en la totalidad del ambiente social. Se infiere así, el papel y la
importancia de dicho criterio expresado por tan autorizada doctrina, y ello
estriba en ser un medio muy útil al momento de persistir la duda, y ambigüedad
provenientes de la imposibilidad de determinar la concreta intención común en
el contrato.
No obstante, consideramos que pueden
utilizarse conjuntamente los criterios subjetivo y objetivo, porque al señalar
el Código Adjetivo que deben los jueces atenerse a la intención de las partes
pero teniendo presente los criterios objetivos antes señalados tanto por el
aparte único del artículo 12 del Código de Procedimiento Civil (1986) como por
el artículo 1.160 del Código Civil (1982),
se evidencia una serie de datos capaces de proveer mayor claridad a la
indagación contractual.
II.II.I.
La interpretación integradora
La llamada interpretación integradora o
supletoria, está relacionada de manera íntima con la interpretación objetiva y
la buena fe como se verá después, porque ella demanda la inclusión de elementos
necesarios en el contenido de la común intención de las partes (Messineo, 1952),
sin importar si estos han sido pensados o deseados por las partes, pero que en
virtud del ordenamiento jurídico necesariamente deben ser parte del negocio. Es
un apéndice de la interpretación objetiva. Por su parte, establece Díez-Picazo
(1996:406): (…) busca la reconstrucción o el llenado de las lagunas a partir de
la propia declaración de voluntad contractual. Es decir, no se trata de expandir
dicho contenido volitivo, sino más bien agregar lo necesariamente requerido, y
será la voluntad de la ley la prevalente en este caso, por traer cuestiones
objetivas necesarias en la ley negocial, pero no como una sugerencia, sino como
un mandato de ley.
II.II.II.
La integración del contrato
Según Messineo (1952:122):
(…)
la integración verdadera y propia del
contrato, que se ejercita no tanto sobre
el contenido de éste como sobre sus
efectos; se trata, en este último caso, de colmar lagunas del contrato, y de establecer hasta qué punto pueda
llegar, por su íntima virtud, la intención común de las partes; por tanto,
mediante la integración se hacen surgir del contrato efectos que éste no podría
producir por la mera interpretación (ni
aún por la integradora).
(…)
es un producto de la voluntad legislativa.
(…)
a lo que la voluntad de las partes ha introducido, mediante cláusulas, en el
contenido del contrato, deben considerarse como agregados todos los otras efectos (“consecuencias”) que la ley, o, en su
defecto, los usos y la equidad implican.
Se sugiere, en este espacio, dejar en
claro la diferencia entre la interpretación integradora y la integración del
contrato. La primera está dirigida a subsanar o suplir cualquier defecto o
laguna hallada por el intérprete en la declaración intencionada de contratar;
mientras que la segunda, se encarga es de incluir como la primera, contenido
idóneo para colmar las lagunas del contrato propiamente dicho. La integración
del contrato propiamente dicha, es aquella tendiente a colmar, es decir, llenar
esos vacíos y lagunas; trayendo como consecuencia, la implementación de efectos
imposibles de preverse siguiendo la letra del mismo y demás datos de la
declaración. Es decir, a través de ella se pone en marcha la voluntad de la
ley, no la del intérprete, y mucho menos la de las partes. Esto es así por lo
antes dicho al tratar lo referido a la interpretación objetiva, porque es la
misma ley la que lleva al intérprete a adentrarse en terrenos ajenos al Derecho
(De Los Mozos, 1965).
Es aquello a que se refiere el artículo
1160 del Código Civil venezolano (1982), al señalar como contenido contractual
lo expresado en ellos, y todas las consecuencias derivadas de los mismos según
y en primer lugar: la buena fe, la equidad, los usos o la ley. Por lo tanto,
las partes en un primer momento han planteado el contenido de derechos y
deberes propios del contrato específico e idóneo a sus intereses; pero, dicha
regulación ha de ser completada por voluntad legislativa, mediante la inclusión
de otros efectos o consecuencias propios de dicho contrato.
III.
La Buena Fe
Como se ha dicho en las líneas
introductorias, la teoría de los actos propios es una aplicación del principio
general del Derecho conocido como la buena fe, el cual es uno de los criterios
objetivos que necesariamente debe el intérprete contractual utilizar para
llevar a cabo su propósito por mandato de la ley. Expresa De Los Mozos
(1965:8):
Siempre
quedará fuera la determinación del concepto de la fides, en general; para cuyo
estudio haría falta un análisis filológico, semántico, histórico, ético,
ideológico y sociológico, como presupuesto metajurídico, perteneciente al humanarum atque divinarum rerum notitia,
ajeno a la dogmática y aún a la metodología estricta del Derecho, presente, en
cambio, en el mundo del jurista.
También expone del catedrático español que
la buena fe es una norma necesitada de concreción que oscila entre la equidad y
el derecho, y que en definitiva aparece como un dato de ordenación natural que
sirve para complementar el ordenamiento haciendo a una norma flexible o
corrigiéndola de un resultado que, de no aplicarse el principio, sería
contrario a la equidad. Es un concepto que ha sido casi indefinible, o por lo
menos, ha sido como lo es el concepto del Derecho, estudiado desde varios
enfoques y corrientes que en vez de dar un concepto uniforme han hecho más bien
aportar datos capaces de describir su substancia y poder complementario del
orden jurídico. Es un concepto tópico, su contenido es nutrido de la tópica.
Flexibiliza el orden positivo, pero siempre teniendo en la mira las exigencias
de la justicia; es decir, hace posible la filtración de la realidad en el mundo
cerrado del Derecho.
Su riqueza se hallará en el casuismo legal
y la aplicación jurisprudencial. Su contenido deviene de lo que la sociedad
considera como la necesaria fidelidad generadora de confianza y el vir bonus o creencia de no dañar; es
decir, la ley no señala tal contenido, sino que remite al mismo en las normas
antes citadas. Su propósito es complementar la ley, pero nunca contradecirla.
III.I
La buena fe subjetiva
Es decir, en primer lugar se trata de lo
aludido al vir bonus o creencia de
vivir bien, de una manera razonable, con la convicción de no dañar a otro, y
que tal comportamiento es legítimo a pesar de no serlo, cosa que se ignora. Es el
campo más amplio, típico y propio de la buena fe (De Los Mozos, 1965). Como
diría Solarte (2002) en Colombia, se trata de la concepción psicológica de la
buena fe, porque hay una creencia o ignorancia de no dañar un interés ajeno
protegido y ponderado por la ley. Si no media el supuesto de ignorancia; esto
es, buena fe subjetiva o sub-legitimante, los actos ejercitados serían
irregulares o antijurídicos.
En consecuencia, Betti citado por De Los
Mozos (1965:59) establece por su parte:
(…)
la creencia errónea generada en la ignorancia del derecho ajeno, excluye del
comportamiento del sujeto todo carácter de antijuricidad imputable. La buena fe
debe ser ignorancia, pero legítima ignorancia, esto es, tal, que con el uso de
la normal diligencia no hubiera podido ser superada.
Como resultado, está siempre latente la
necesidad de darse la ignorancia de
parte de aquél que con sus actos daña un interés protegido por la ley, pero
dicha ignorancia debe estar investida de legitimidad; por lo tanto, requiere
del individuo un grado de diligencia normal y capaz de superar dichos errores o
de evitar las consecuencias antijurídicas por sus actos. Por ejemplo, un sujeto
al adquirir un bien de manos de un supuesto propietario y poseedor, confía en
que efectivamente el vendedor lo es, cuando de hecho no lo es, porque no conoce
la falta de legitimidad de éste, confía en su posesión y en la presunta
titularidad sobre el bien ahora parte de su patrimonio.
Estas razones, hacen posible la protección
del sujeto confiado en la apariencia, al considerar su estado consciente basado
en la creencia de vivir, actuar y desenvolverse de acuerdo a criterios de
honestidad y corrección; y, a través de ella, el Derecho tutela su interés así
como el de otras personas que también ignoran condiciones como la antes dichas.
III.II La
buena fe objetiva o buena fe contractual (deberes secundarios de conducta)
Afirma De Los Mozos (1965) que éste es uno
de los aspectos de la buena fe más intensos en su aplicación, el cual tiene su
campo de desarrollo en el Derecho de obligaciones y en la teoría general del
negocio jurídico. Por ello muy sabiamente se le identifica con la fidelidad y
lealtad en las relaciones jurídicas contractuales, porque como señala el
artículo 1.160 del Código Civil (1982) los contratos obligan no sólo al
cumplimiento sino también a todas las consecuencias emergentes de aquéllos
según su naturaleza, conforme a la buena fe, al uso y a la equidad. Por ende complementa e integra tanto el
orden jurídico como el orden negocial con una serie de reglas llamadas por la
doctrina deberes secundarios de conducta.
La buena fe sirve para atenuar una norma
demasiado rígida, o para completar o llenar otra demasiado escueta; bien
proceda de la ley o de los particulares. Se caracteriza por imponer deberes a
la conducta o comportamiento en el campo del negocio jurídico y de las
relaciones obligacionales engendradas por aquél. Es una creación jurídica,
porque destaca el poder jurigenético de la buena fe, en razón de ampliar las
obligaciones contractuales ya existentes integrándolas con obligaciones
primarias y secundarias o instrumentales de conservación y respeto del derecho
ajeno. Ella evita los actos que importen un venire
contra factum (volver contra los actos propios).
Se predica en Argentina, que se trata de buena
fe confianza o buena fe probidad, al implicar una regla de conducta de probidad,
capaz de generar en los demás la confianza de su acatamiento. Y
—aunque con la vaguedad propia de los sustantivos que designan a los standards
jurídicos— es comprendida como la atinente al criterio de recíproca lealtad
de conducta o confianza entre las partes, o al comportamiento leal y honesto de
la gente de bien. Puede tener como modelo el comportamiento de un "buen
padre de familia" (Alterini, 1999).
Esto implica que el contrato obliga en los
alcances en que las partes "entendieron o pudieron entender, obrando con
cuidado y previsión", con lo cual incluye a todo el cortejo de
consecuencias virtualmente comprendidas en él. Para establecer esos alcances,
corresponde tomar en cuenta distintos parámetros: a) la naturaleza del
contrato; b) las negociaciones previas; c) las prácticas establecidas entre las
partes; d) su conducta ulterior; e) los usos del lugar de celebración si no han
sido excluidos expresamente; f) la equidad, tomando en consideración la
finalidad del acto y las expectativas justificadas de la otra parte.
No obstante, en el derecho contemporáneo
existe la tendencia de ver la relación entre las partes no de manera aislada,
sino en conjunto, encontrándose así una gran variedad de obligaciones o deberes
que no se circunscriben al sólo derecho de un contratante de exigir a otro la
realización de una prestación. La buena fe contractual y los deberes secundarios
que de ella emanan, tienen el fin de regir y limitar el ejercicio de los
derechos subjetivos para evitar un daño a otro, sin provecho alguno para su
titular (ejercicio abusivo del derecho) o en los contratos onerosos para evitar
que el deudor resienta un sacrificio en sus intereses, que no corresponde al
valor de los recibidos por su parte. Concluye Solarte (2004:304):
(…)
existen otros deberes jurídicos, que se denominan “deberes secundarios de
conducta”, “deberes colaterales”, “deberes complementarios” o “deberes
contiguos”, tales como los de información, protección, consejo, fidelidad o
secreto, entre los más relevantes, que aunque no se pacten expresamente por las
partes, se incorporan a los contratos en virtud del principio de buena fe. Se
señala que su origen está en planteamientos realizados por juristas alemanes,
como STAUB y STOLL, a comienzos del siglo XX, así como a la labor de
doctrinantes de la talla de DEMOGUE en Francia.
IV. La Teoría
de los Actos Propios
Es aquella que proscribe el ejercicio de
un derecho en contradicción u oposición a un comportamiento anterior, generador
en la consciencia del contrario en la relación jurídica contractual, la
efectiva conclusión de mantenerse tal como fue ejercido, porque de acuerdo a criterios
objetivos como la buena fe, tal cambio brusco resulta contrario y transgresor
de la buena fe, por haberse dado la seguridad del no ejercicio del derecho
posterior al primigenio. Por tal razón señalaba Enneccerus, citado por Puig-Brutau
(1951: 101) lo siguiente:
A
nadie es lícito hacer valer un derecho en contradicción con su anterior
conducta, cuando esta conducta, interpretada objetivamente según la ley, las buenas
costumbres o la buena fe, justifica la conclusión de que no se hará valer el
derecho, o cuando el ejercicio posterior choque contra la ley, las buenas
costumbres o la buena fe.
La doctrina de los actos propios se
fundamenta en una idea simple: nadie puede variar de comportamiento
injustificadamente cuando ha generado en otros una expectativa de
comportamiento futuro” (López, 2009: 191). Esto es así porque se basa en la
fidelidad señalada por De Los Mozos (1965), como fundamental en las relaciones
jurídicas, la cual constituye un deber jurídico de respeto y sometimiento a una
situación jurídica creada, en virtud del principio de la buena fe. Stiglitz y
Morello, citados por López (2009: 192) señalan:
(…)
la doctrina del acto propio importa una limitación o restricción al ejercicio
de una pretensión. Se trata de un impedimento de `hacer valer el derecho que en
otro caso podría ejercitar´. Lo obstativo se apoya en la ilicitud material –se
infringe el principio de buena fe– de la conducta ulterior en contradicción con
la que le precede. Y se trata de un supuesto de ilicitud material que reposa en
el hecho de que la conducta incoherente contraría el ordenamiento jurídico,
considerado éste inescindiblemente.
Por consiguiente, dicha regla requiere el
respeto y constancia en los compromisos adquiridos, verbigracia, los contratos,
y constituye una ayuda para la adecuada adaptación de las instituciones
tradicionales a las exigencias del tráfico jurídico actual. Con dicha teoría se
precisa la noción de equilibrio contractual porque las partes deben tener en
cuenta el interés del otro y conciliar dichos intereses bajo principios de
colaboración, lealtad y coherencia, entre otros.
IV.I
Criterio de la Legítima Confianza
Con respecto a la confianza elemental en
las relaciones privadas, la moderna doctrina alemana e italiana han señalado la
importancia que debe dársele al criterio de la legítima confianza, porque hay
una carga para el autor de una declaración o conducta, referida a conocer el
significado de su propio comportamiento; es decir, debe aquél hablar claro y
asumir como riesgo de su propio comportamiento, los daños producidos por las
ilaciones generadas por su conducta y legítimas expectativas suscitadas por su actuar
(Mélich, 2009). Aduce además (Mélich, 2009:116):
El
declarante tiene, pues, la carga de expresar lo que quiere según las reglas del
lenguaje, adoptando el significado propio de las palabras y atendiendo a la
conexión de ellas entre sí, así como de cuidarse de todas las circunstancias
concomitantes que en relación con ellas, o aun en ausencia total de ellas, pudieren
llegar a apreciarse como hechos concluyentes de haber tenido una determinada
voluntad. El destinatario de una declaración apenas tiene un deber derivado y
consecuencial del deber general que gravita igual sobre todos los que vivimos
en sociedad, de comportarnos conforme a las pautas de la buena fe, y que nos impone advertir el
error objetivamente reconocible en el cual hubiera podido incurrir
involuntariamente el agente de un determinado comportamiento y estar atento a
no malentender su significado y consecuencias cuando de nuestra omisión culposa
pudieren derivar daños para él.
Puede así, evidenciarse la importancia dada
en las relaciones negociales, como en toda relación jurídica, a las
declaraciones y a la conducta de las partes, porque al prever el artículo 1.160
del Código Civil (1982) la imperatividad respecto a la ejecución del contrato
de buena fe, se instituye una serie de obligaciones a los participantes, con el
objeto de encauzar debidamente los actos que a bien tengan efectuar para el
logro del objeto. Se trata de una obligación al declarante o contratante, que
de no ceñirse a lo impuesto por la buena fe, su conducta o declaración podría
ser catalogada como contraria a la buena fe contractual, fuente de la teoría de
los actos propios, también llamada criterio de le legítima confianza, por el no
cumplimiento de deberes impuestos por tal criterio, tendientes a lograr los
deberes principales establecidos por la partes en la contratación.
Expuso Larenz, (Bernal, 2008: 313):
(…)
el ordenamiento jurídico protege la
confianza suscitada por el comportamiento de otro y no tiene más remedio que
protegerla, porque poder confiar, como hemos visto, es condición fundamental
para una pacífica vida colectiva y una conducta de cooperación entre los
hombres y, por tanto, de la paz jurídica. Quien defrauda la confianza que ha
producido o aquella a la que ha dado ocasión a otro, especialmente a la otra
parte en un negocio jurídico, contraviene una exigencia que el Derecho -con
independencia de cualquier mandamiento moral-tiene que ponerse así mismo porque
la desaparición de la confianza, pensada como un modo general de
comportamiento, tiene que impedir y privar de seguridad el tráfico
interindividual. Aquí entra en juego la idea de una seguridad garantizada por
el Derecho, que en el Derecho positivo se concreta de diferente manera (…)
IV.II
Presupuestos de aplicación de la Teoría de los Actos Propios
Se requiere en primer lugar una conducta, capaz
de engendrar una situación contraria a la realidad, esto es, aparente, y mediante
tal apariencia, susceptible de influir en la conducta de los demás, y constituir
la base de la confianza de la otra parte que haya procedido de buena fe y que,
por ello, haya obrado de una manera que le causaría un perjuicio si su
confianza quedara defraudada (Puig- Brutau, 1951). Es decir, una situación
jurídica preexistente; una conducta del sujeto, jurídicamente relevante y
plenamente eficaz, suscitante en la otra parte de una expectativa seria de
comportamiento futuro y una pretensión contradictoria con esa conducta
atribuible al mismo sujeto (López, 2009).
Es decir, un sujeto ejecuta un
comportamiento; el cual puede consistir en una declaración, prestación, u otra.
Lo que importa es que esa conducta sea determinante e influyente en el
destinatario, y éste asumirá dando por sentado un estado de cosas determinado,
el cual, a su modo de ver y en virtud de la confianza generada en su psiquis a
través del criterio objetivo de la buena fe, no cambiará, sino que se mantendrá,
lo cual resultará favorable para éste; pero, dicha expectativa es traicionada
posteriormente por un cambio brusco de conducta, el cual será a leguas harto
contradictorio y opuesto a las buenas costumbres, a los propósitos de la ley, y
por ende, a la buena fe preceptuada en las normas antes citadas en conjunto con
el artículo 2 de la Carta Magna que pondera la solidaridad como uno de los
valores superiores del Estado venezolano.
IV.III
Requisitos para su aplicación
Siguiendo a Marcelo López Mesa (2009), se
requiere en primer lugar un acto expresivo inequívoco respecto de su alcance e intención
de crear o modificar un derecho. No pueden darse conjeturas sobre posibles
significaciones de un acto y alcance de la actuación objeto de la pretensión de
eliminación o contradicción; deben ir dirigidos a crear, definir, fijar,
modificar, extinguir o esclarecer sin duda alguna determinada situación
jurídica (López, 2009). Es decir, una manifestación, prestación, abstención o
negación que no da lugar a otra interpretación; es decir, una vez expresada o
realizada tal conducta, esta ha de ser entendida a la luz de su contenido
literal, no pudiendo ser tergiversada por constituir de manera cierta el deseo
de conseguir los efectos producidos por la misma, eliminando así cualquier otra
significancia posible en virtud de estar dirigida desde un principio a
constituir, reglar, transmitir, extinguir o modificar una relación jurídica determinada,
como por ejemplo, el contrato. Por consiguiente, los actos del individuo
cambiante deben ejecutarse con absoluta seguridad y ser entendidos por su
receptor de la misma forma.
En segundo lugar, debe darse una palmaria
contradicción con el acto anterior inequívoco. Por lo tanto, resultan nulas
aquellas elaboradas alegaciones sobre supuestas contradicciones implícitas. La
referida contradicción debe evitar cualquier tipo de dudas, no dejar lugar
a segundas interpretaciones. Si se exige
un nexo de causalidad eficiente entre dichos actos y su incompatibilidad con lo
ulteriormente pretendido para ligar al autor con el sujeto pasivo de éstos, tal
contradicción no da lugar a la compatibilización o cese de la confrontación
entre ambos actos o manifestaciones (López, 2009). Tal contradicción debe ser
tajante, debe ser exacta, e incapaz de producir otras explicaciones a acerca de
la misma.
En tercer lugar, se requiere la ausencia
de vicios en la voluntad inicial, porque la teoría en examen es de aplicación
residual, tal y como lo ha establecido la doctrina autorizada; además, si la
voluntad inicial se encuentra viciada, mal podría invocarse la teoría de los
actos propios, cuando existe en el ordenamiento jurídico civil venezolano, una
serie de disposiciones tendientes a buscar la nulidad judicial de tales actos
ejercitados sin voluntad libre y plena. Esto se comprende por el hecho de que
los códigos civiles, como el venezolano, han establecido un sistema de
anulación de los actos viciados y a juicio de López (2009), no podría
indirectamente, por aplicación de una doctrina pretoriana, hacerse tabla rasa
con dicho sistema y terminar convalidando actos viciados gravemente.
En cuarto lugar, la voluntad plasmada en
el primer acto, que luego se pretende contradecir, debe haber sido libre, pues,
si hubiera sido coaccionada de algún modo, no se aplicaría a este caso la
doctrina del venire contra factum. Se
enfatizan así, las ideas de libertad de acción, plenitud de voluntad del actor,
inequivocidad del acto y determinación acabada de sus efectos. Se halla
entonces tal requisito, muy relacionado con el anterior, respecto a la
necesidad de inexistencia de vicios de la voluntad. Pero en el caso in comento, se trata es de que el acto
jurídico inicial debe haberse ejecutado con total y absoluta consciencia, en
donde el actor lo ha efectuado de manera voluntaria, sin mediar ningún querer
ajeno al suyo, y sin que haya sido compelido al mismo. Con referencia a lo
anteriormente expuesto, López (2009) establece al considerar dichos parámetros,
la obviedad de que el acto realizado bajo presión no obliga como tampoco
vincula el acto obtenido por violencia o intimidación; por lo tanto, al estar
el juez en presencia de un acto emitido bajo presión o violencia, no puede
considerarse que se trata de un acto válido y sin validez del primer acto, no
puede aplicarse la doctrina de los actos propios.
Como quinto requisito, se señala el
circunscrito a la necesidad de darse la identidad de los sujetos que actúan y
se vinculan en ambas conductas. Por lo tanto, la declaración de voluntad
original —sea expresa o tácita— y el intento posterior de volver sobre ella, se
habrán producido con la intervención de los mismos sujetos de la relación
jurídica. Pero no siempre ello es exigible; la identidad de sujeto debe darse
inexorablemente en quien actúa en forma voluble, pretendiendo cambiar su
accionar (López Mesa, 2009). Esto es así, porque con el actuar de éste, es que
se lesiona el principio de la buena fe, porque en el inicio del acuerdo, en la
ejecución o en las tratativas del mismo, genera una expectativa legítima sobre
el contrario o sobre otra persona, y ésta realiza una actuación basada en la
conducta primigenia de aquél, y luego al contradecirse, viola además de la
buena fe, las legítimas expectativas de la contraparte o un tercero, cuando
debía comportarse con coherencia y lealtad.
Como sexto y último requisito, la primera
actuación debe estar revestida de juridicidad, obviamente, porque si la primera
conducta está prohibida por el ordenamiento jurídico, es decir fuera
antijurídica, o ilícita, o inmoral, no habría posibilidad de aplicar la teoría
de los actos propios, en razón de existir mecanismos legales capaces de
solventar tal situación. Por constituir la primera como la segunda y
contradictoria conducta, derechos subjetivos del actor, cabría preguntarse el
por qué tal requerimiento establece la necesidad de juridicidad de aquél primer
comportamiento.
Siendo así las cosas, se entiende que a
pesar de constituir ambas conductas derechos subjetivos del actor, cuando éste
de manera brusca e inesperada para su contraparte contractual o para un
tercero, cambia con su actuar lo consentido por él en aquél primer acto, por
muy derechos que sean, se transgrede lo inspirado por el principio de la buena
fe, en razón de la evidente incoherencia prohibida por tal principio inspirador
de las relaciones contractuales modernas. Pero tales consideraciones no son la
médula de dicho requisito, porque como bien se señaló, la primer conducta
ejercida por el actor no debe ser prohibida por el ordenamiento jurídico civil
venezolano, porque el artículo 1160 del Código Civil (1982) expone, que los
contratos deben ser ejecutados de buena fe y obligan no sólo a lo expresado en
ellos sino a todas las consecuencias que a bien podrían presentarse en virtud
de la ley y otros criterios objetivos, como el uso y la equidad.
Por consiguiente, la primera conducta debe
estar acorde a lo perseguido por la ley al proveer a las partes una medida de
regulación de sus intereses privados; por lo tanto, tal conducta primaria no
debe ser antijurídica, inmoral o ilícita, porque haría imposible la aplicación
de la teoría de los actos propios, ya que existen otros mecanismos legales
tendientes a la solución de tales supuestos. En consecuencia, la regla venire contra factum constituye un
aforismo vinculado ante todo con la imposibilidad de impugnar un negocio
jurídico confirmado tácitamente, por lo
tanto, no ha de hacérselo jugar en supuestos de actos inconfirmables.
Sin duda, no se puede tratar de obtener un
resultado favorable con fundamento en un acto o en una situación irregular
cuando de esta irregularidad o de esta ilegalidad es culpable el mismo que
trata de obtener el beneficio. Los actos propios no pueden ir en contravención
de la ley, no puede aplicarse a un primer acto que concede un derecho en contra
de lo establecido de manera expresa por una norma. Como resultado, respecto a
la juridicidad necesaria para configurar la correcta aplicación de la teoría de
los actos propios, si la primera conducta fuera antijurídica, por ser ella
ilícita, inmoral o prohibida, no cabría acudir a los actos propios en dicho
caso. Esto se entiende porque habría otras formas de atacar la conducta porque
la norma expresamente lo prevé.
IV.
Su aplicación en la interpretación contractual
Es preciso así, comentar una sentencia
dictada por el Juzgado Séptimo de los Municipios Maracaibo, Jesús Enrique
Lossada y San Francisco de la Circunscripción Judicial del Estado Zulia. La Nº
161-2010, del 20 de octubre de 2010, expediente 2024, atinente a procedimiento
de resolución de contrato de arrendamiento, con ponencia del juez William
Coronado González. En dicha causa, el demandado en procura de cumplir con su
prestación, presentó un depósito bancario hecho a favor del actor en el juicio.
Consideró el juez, que aquel depósito, es
catalogado como la efectiva recepción de las cantidades de dinero que a bien se
depositen en la cuenta, en la persona del titular de la misma, siendo esta la
conducta o comportamiento generador de la expectativa legítima o plausible de
que el depositante ha cumplido con su deber en el contrato, porque el acreedor
o titular de la cuenta lo tiene ya incorporado a su patrimonio, dándose así
satisfacción a su acreencia, en razón del consentimiento tácito respecto al
mismo. Por tal razón expuso el juez en el dispositivo del fallo:
(…) de no entenderlo así se podría generar un error
vacüi, como consecuencia de la inseguridad jurídica, que conllevaría que una
vez advertida la manifestación de voluntad en un sentido, por alguna de las
partes no le es posible al sujeto de derecho retractarse de la misma sin grave
desmedro a la lealtad, buena fe y expectativa legítima que su voluntad ha
creado a la otra parte y a la colectividad en general; de allí aquel viejo
aforismo latino “Nemo Auditur Propriam Turpitudinem Allegans”, que indica que
ningún Juez debe aceptar las pretensiones de quien alega su propia torpeza,
entendida como deslealtad, fraude, lasciva y cualquiera otra causa contra las
buenas costumbres y la Ley.
Como resultado, la pretensión
del actor fue declarada sin lugar en razón de resultar absolutamente
contradictoria, y transgresora del principio de la buena fe, por constituir un regreso a los actos propios, o venire contra factum, porque si el
deudor ya ha cumplido con su obligación principal de la forma antes transcrita,
considerará que no se hará nada más de lo acordado; es decir, el deudor cumple
al depositar el total de los cánones debidos al arrendador, y aquél espera así,
poder seguir ocupando el bien objeto del arrendamiento, por lo tanto, el
derecho eventual de pedir la resolución o desalojo del contrato en cuestión, se
considerará por el deudor o arrendatario como inexistente, porque su contraparte
aceptó de maneta tácita su cumplimiento mediante del respectivo depósito
bancario.
Por tal razón, Gordillo
(2003), opina que la doctrina de los actos propios es la mejor forma de
interpretar la voluntad de las partes, al ver cómo ellas se han comportado en
su ejecución. Es decir, ver lo que han hecho y dicho, sus actos, sus
comportamientos. A la luz de tan eminente doctrina deben rechazarse las
pretensiones contradictorias con la conducta pasada del pretensor, cuando ellas
contrarían la buena fe o vulneran la confianza depositada por terceros sobre
dicha conducta previa, aunque formalmente constituya un derecho de aquél, pero
materialmente, viola el orden jurídico.
Se aduce que la decisión judicial
señalada, constituye la primera en su clase respectiva a la teoría de los actos
propios en materia contractual en Venezuela. Se ha dicho antes, que por ser muy
poco el número de autores avocados al estudio de tal figura, resulta muy cierto
el señalamiento de López (2009), de que
se trata de una respuesta jurisprudencial y doctrinal a problemas concretos y
acuciantes, con desarrollo gradual por no contar con el tratamiento
legislativo, por ello, es una institución casuística.
VI. Conclusiones
Se evidencia así, la aplicabilidad de la
teoría de los actos propios en materia contractual en Venezuela, cuando el
artículo 1160 del Código Civil (1982) impone un comportamiento y ejecución de
las obligaciones a la luz de la buena fe, así como a todas las consecuencias
derivadas de aquellos negocios. Se protege la legítima confianza generada por
un comportamiento o conducta o sujeto que luego, contraviene con aquella al
pretender ejercitar un derecho capaz de engendrar una clase de ilicitud
material por contrariar el principio general de la buena fe, por consiguiente,
al darse una situación como la descrita hasta ahora, el juez o intérprete
deberá desenvolverse a la luz de las disposición legal anterior, junto a lo
preceptuado en el aparte único del artículo 12 del Código de Procedimiento
Civil, que impone a los jueces interpretar los contratos según la buena fe, con
el fin de proteger a la parte contractual desfavorecida por la contradicción o
vuelta sobre los propios actos.
En consecuencia, no resulta difícil, por
tanto, enlazar la teoría de los actos propios con el principio de la buena fe,
porque aquella exige el respeto en las relaciones jurídicas, así como el
respeto a la confianza depositada en la apariencia. En definitiva, es una
derivación del principio fundamental de la buena fe que exige la protección por
la confianza suscitada en la apariencia, porque la conducta de una persona
descansa en la valoración racional de los actos ajenos, y la buena fe exige que
éstos sean considerados como una base firme de la conducta de quien depositó en
ellos su confianza. Porque la confianza, es una base fundamental en la
sociedad, ponderada por la tesis o criterio objetivo de la buena fe.
Como resultado, la teoría de los actos
propios, consiste en mantener en las relaciones jurídicas contractuales una
conducta coherente y constante con lo pactado, en virtud de la confianza y
conclusión de parte del receptor de que su cocontratante seguirá fiel a lo
mostrado a éste, porque lo contrario no puede prevalecer sobre la confianza de
éste último, así se trate de un derecho. Por lo tanto, en el caso comentado, debía
el actor mantenerse en la situación generada a través del depósito bancario, lo
cual hubiera sido capaz de evitar la puesta en marcha del aparataje
jurisdiccional y evitar los gastos correspondientes a las partes, así como
dañar a su contraparte.
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