jueves, 11 de julio de 2013

LA DOCTRINA DE LOS ACTOS PROPIOS Y SU APLICACIÓN EN LA INTERPRETACIÓN DEL CONTRATO

Resumen
     Se abordará desde una perspectiva legal, doctrinal y jurisprudencial el concepto y alcance de la teoría de los actos propios o venire contra factum proprium non valet nulla conceditur, según la ley civil venezolana. Para ello, se analizarán en esta investigación documental, presupuestos y requisitos para su correcta aplicación, su valiosa aportación y utilidad como criterio de interpretación contractual que posee tan excepcional herramienta fundada en la buena fe protectora de la legítima confianza, debido a su función integradora e interpretativa del derecho. Se afirma su armonía con el ordenamiento jurídico civil venezolano, y por ende, su aplicabilidad.
     Palabras clave: actos propios, buena fe.

Abstract
     Be addressed from a legal perspective, doctrinal and jurisprudential concept and scope of the theory of estoppel or venire factum proprium non valet against conceditur nulla, according to Venezuelan civil law. This is discussed in this documentary research, budgets and requirements for a successful application, your valuable contribution and usefulness as a criterion of contract interpretation that has such an exceptional tool based on the good faith protective of legitimate expectations because of its integrative function and interpretation of the law. It says its harmony with the Venezuelan civil law, and hence their applicability.
     Key words: own acts, good faith.

     I. Introducción
     En los últimos años a través de la moderna doctrina general del contrato, se le ha venido dando tratamiento a una figura jurídica conocida como la “Teoría de los Actos Propios”, considerada una respuesta jurisprudencial a problemas concretos y acuciantes (López, 2009), en razón de no contar con el desarrollo legislativo propio de la instituciones jurídicas contractuales.
     Se trata de una institución carente de regulación expresa en el ordenamiento jurídico civil venezolano, pero presente de manera implícita, porque es una aplicación del principio general de la buena fe, en donde se señala la inadmisibilidad por ilicitud material, de actuar contra aquellos actos que han generado legítima confianza en la otra parte de la relación jurídica; es decir, de comportarse de manera contraria a una conducta inicial (Bernal, 2010). Es un límite en el ejercicio de un derecho subjetivo, de una facultad o de una potestad. Es una aplicación del principio de la buena fe contractual y/o una consecuencia del referido principio, el cual exige la observancia de un comportamiento consecuente dentro del tráfico jurídico.
     Su aparición y consecuente estudio, viene dado por la importancia que tienen las relaciones jurídicas, hecho este objeto de preocupación para el Derecho en materia contractual, cobrando una especial relevancia en la actualidad, debido a la forma en la cual han evolucionado los negocios jurídicos. La moderna doctrina del contrato ha señalado a través de ella, la importancia de mantener un adecuado equilibrio en las relaciones contractuales, suprimiendo en parte el régimen individualista y voluntarista, subjetivista e inspirador de las codificaciones en la materia en el mundo, incluida  Venezuela.
     Por ser un criterio objetivo capaz de describir y/o descubrir intenciones malignas o contrarias a la buena fe como principio complementario del orden jurídico, es preciso antes de iniciar el estudio de la teoría de los actos propios, establecer brevemente cual es el sistema idóneo de interpretación contractual suficiente para determinar y negar toda pretensión o actuación en sentido amplio, contraria a una pasada conducta generadora de la legítima confianza.

     II. La interpretación del contrato
     Señala el artículo 12 del Código de Procedimiento Civil (1986), en su parte único lo siguiente:
En la interpretación de contratos o actos que presenten obscuridad, ambigüedad o deficiencia, los jueces se atendrán al propósito y a la intención de las partes o de los otorgantes, teniendo en mira las exigencias de la ley, de la verdad y de la buena fe.

     En caso de presentarse algún conflicto intersubjetivo entre las partes contratantes respecto al contenido y alcance del negocio jurídico, se hará necesaria la labor de escudriñar el contrato. Por ello, y con mucha anterioridad a la vigencia de la norma citada, expresaba Francesco Messineo (1952) en una de sus magistrales obras, que la interpretación contractual configura una labor ardua revestida de complejidad semejante a la interpretación de las normas jurídicas, en donde se procura reconstruir el pensamiento y voluntad de las partes, no de manera individual, si no considerados en combinación, se trata de aclarar y determinar el contenido de ese acuerdo de voluntades.
     A través de ella se persigue la indagación de la concreta y efectiva voluntad de las partes; su substancia, en virtud del desacuerdo respecto al contenido, alcance y ejecución. De darse tales supuestos, el intérprete tendrá el deber de proveer en virtud de su actividad una interpretación que produzca una regulación más adecuada, pero nunca menospreciando el estudio de sus móviles considerados en conjunto.

     II.I. La interpretación subjetiva
     Es evidente, a la luz de la norma adjetiva civil venezolana antes citada, que debe acudirse a criterios objetivos cuando no ha sido posible solventar la situación planteada ante la jurisdicción ateniéndose al propósito e intención primarias de las partes contratantes; es decir, que la interpretación contractual en su criterio subjetivo ha de ser el punto de partida para el intérprete. Dicho criterio subjetivo de interpretación contractual es la llamada histórica, porque persigue reconstruir la inicial y común intención del acuerdo y no sólo la expresada en las palabras utilizadas. Se debe valorar el comportamiento en conjunto observado por las partes, aún con posterioridad a la conclusión del contrato (Messineo, 1952). Se trata de hacer emerger la intención con la cual se expresaron las palabras, o aquella con la cual se ejecutaron los actos relevantes de las partes, cuál fue la voluntad y visión de las partes al vincularse jurídicamente. Es decir, realiza un examen de todo lo expresado de manera verbal y/o escrita, atendiendo también a cualquier otra circunstancia capaz de proveer material informante acerca de cuál fue en concreto, el pensamiento de las partes al contratar.

     II.II. La interpretación objetiva
     Es aquella que elimina ambigüedades, dudas o situaciones análogas (Messineo, 1952). Se recurrirá a éste criterio, cuando ningún dato se pueda extraer en la búsqueda histórica de la intención común para así establecer la presunta voluntad de las partes. Por ello se señaló en pocas líneas atrás, que al citar la Ley Civil adjetiva y definir el criterio subjetivo de interpretación, que es después que éste ha sido insuficiente, que deberá recurrirse a los criterios complementarios implícitos en las exigencias de la ley, la verdad, y la buena fe. Afirmamos que no han de ser los únicos criterios, ya que el artículo 1.160 del Código Civil (1982) señala todas las consecuencias derivadas de los mismos contratos, la equidad, el uso o la ley, como deberes a cumplir aparte de los reseñados en el contrato. Por tal razón, al imponer la norma civil ejecutar el contrato con tales criterios u obligaciones, necesariamente debe el intérprete ceñirse a tales criterios objetivos después de ser insuficiente la interpretación subjetiva.
     Señala el nombrado artículo 1.160 del Código Civil venezolano (1982):
Artículo 1.160.- Los contratos deben ejecutarse de buena fe y obligan no solamente a cumplir lo expresado en ellos, sino a todas las consecuencias que se derivan de los mismos contratos, según la equidad, el uso o la Ley.

     Por su parte, el eximio jurista venezolano José Mélich Orsini decía (2009), que es el método objetivo o técnico social, porque concede al intérprete contractual mayor libertad de actuación, sin circunscribirse a la pura individualidad de las partes, sino que además debe encuadrar su actividad en la totalidad del ambiente social. Se infiere así, el papel y la importancia de dicho criterio expresado por tan autorizada doctrina, y ello estriba en ser un medio muy útil al momento de persistir la duda, y ambigüedad provenientes de la imposibilidad de determinar la concreta intención común en el contrato.
     No obstante, consideramos que pueden utilizarse conjuntamente los criterios subjetivo y objetivo, porque al señalar el Código Adjetivo que deben los jueces atenerse a la intención de las partes pero teniendo presente los criterios objetivos antes señalados tanto por el aparte único del artículo 12 del Código de Procedimiento Civil (1986) como por el artículo 1.160 del Código Civil (1982),  se evidencia una serie de datos capaces de proveer mayor claridad a la indagación contractual.

     II.II.I. La interpretación integradora
     La llamada interpretación integradora o supletoria, está relacionada de manera íntima con la interpretación objetiva y la buena fe como se verá después, porque ella demanda la inclusión de elementos necesarios en el contenido de la común intención de las partes (Messineo, 1952), sin importar si estos han sido pensados o deseados por las partes, pero que en virtud del ordenamiento jurídico necesariamente deben ser parte del negocio. Es un apéndice de la interpretación objetiva. Por su parte, establece Díez-Picazo (1996:406): (…) busca la reconstrucción o el llenado de las lagunas a partir de la propia declaración de voluntad contractual. Es decir, no se trata de expandir dicho contenido volitivo, sino más bien agregar lo necesariamente requerido, y será la voluntad de la ley la prevalente en este caso, por traer cuestiones objetivas necesarias en la ley negocial, pero no como una sugerencia, sino como un mandato de ley.
    
     II.II.II. La integración del contrato
     Según Messineo (1952:122):
(…) la integración verdadera y propia del contrato, que se ejercita no tanto sobre el contenido de éste como sobre sus efectos; se trata, en este último caso, de colmar lagunas del contrato, y de establecer hasta qué punto pueda llegar, por su íntima virtud, la intención común de las partes; por tanto, mediante la integración se hacen surgir del contrato efectos que éste no podría producir por la mera interpretación (ni aún por la integradora).
(…) es un producto de la voluntad legislativa.
(…) a lo que la voluntad de las partes ha introducido, mediante cláusulas, en el contenido del contrato, deben considerarse como agregados todos los otras efectos (“consecuencias”) que la ley, o, en su defecto, los usos y la equidad implican.

     Se sugiere, en este espacio, dejar en claro la diferencia entre la interpretación integradora y la integración del contrato. La primera está dirigida a subsanar o suplir cualquier defecto o laguna hallada por el intérprete en la declaración intencionada de contratar; mientras que la segunda, se encarga es de incluir como la primera, contenido idóneo para colmar las lagunas del contrato propiamente dicho. La integración del contrato propiamente dicha, es aquella tendiente a colmar, es decir, llenar esos vacíos y lagunas; trayendo como consecuencia, la implementación de efectos imposibles de preverse siguiendo la letra del mismo y demás datos de la declaración. Es decir, a través de ella se pone en marcha la voluntad de la ley, no la del intérprete, y mucho menos la de las partes. Esto es así por lo antes dicho al tratar lo referido a la interpretación objetiva, porque es la misma ley la que lleva al intérprete a adentrarse en terrenos ajenos al Derecho (De Los Mozos, 1965).
     Es aquello a que se refiere el artículo 1160 del Código Civil venezolano (1982), al señalar como contenido contractual lo expresado en ellos, y todas las consecuencias derivadas de los mismos según y en primer lugar: la buena fe, la equidad, los usos o la ley. Por lo tanto, las partes en un primer momento han planteado el contenido de derechos y deberes propios del contrato específico e idóneo a sus intereses; pero, dicha regulación ha de ser completada por voluntad legislativa, mediante la inclusión de otros efectos o consecuencias propios de dicho contrato.

     III. La Buena Fe
     Como se ha dicho en las líneas introductorias, la teoría de los actos propios es una aplicación del principio general del Derecho conocido como la buena fe, el cual es uno de los criterios objetivos que necesariamente debe el intérprete contractual utilizar para llevar a cabo su propósito por mandato de la ley. Expresa De Los Mozos (1965:8):
Siempre quedará fuera la determinación del concepto de la fides, en general; para cuyo estudio haría falta un análisis filológico, semántico, histórico, ético, ideológico y sociológico, como presupuesto metajurídico, perteneciente al humanarum atque divinarum rerum notitia, ajeno a la dogmática y aún a la metodología estricta del Derecho, presente, en cambio, en el mundo del jurista.

     También expone del catedrático español que la buena fe es una norma necesitada de concreción que oscila entre la equidad y el derecho, y que en definitiva aparece como un dato de ordenación natural que sirve para complementar el ordenamiento haciendo a una norma flexible o corrigiéndola de un resultado que, de no aplicarse el principio, sería contrario a la equidad. Es un concepto que ha sido casi indefinible, o por lo menos, ha sido como lo es el concepto del Derecho, estudiado desde varios enfoques y corrientes que en vez de dar un concepto uniforme han hecho más bien aportar datos capaces de describir su substancia y poder complementario del orden jurídico. Es un concepto tópico, su contenido es nutrido de la tópica. Flexibiliza el orden positivo, pero siempre teniendo en la mira las exigencias de la justicia; es decir, hace posible la filtración de la realidad en el mundo cerrado del Derecho.
     Su riqueza se hallará en el casuismo legal y la aplicación jurisprudencial. Su contenido deviene de lo que la sociedad considera como la necesaria fidelidad generadora de confianza y el vir bonus o creencia de no dañar; es decir, la ley no señala tal contenido, sino que remite al mismo en las normas antes citadas. Su propósito es complementar la ley, pero nunca contradecirla.

     III.I La buena fe subjetiva
     Es decir, en primer lugar se trata de lo aludido al vir bonus o creencia de vivir bien, de una manera razonable, con la convicción de no dañar a otro, y que tal comportamiento es legítimo a pesar de no serlo, cosa que se ignora. Es el campo más amplio, típico y propio de la buena fe (De Los Mozos, 1965). Como diría Solarte (2002) en Colombia, se trata de la concepción psicológica de la buena fe, porque hay una creencia o ignorancia de no dañar un interés ajeno protegido y ponderado por la ley. Si no media el supuesto de ignorancia; esto es, buena fe subjetiva o sub-legitimante, los actos ejercitados serían irregulares o antijurídicos.
     En consecuencia, Betti citado por De Los Mozos (1965:59) establece por su parte:
(…) la creencia errónea generada en la ignorancia del derecho ajeno, excluye del comportamiento del sujeto todo carácter de antijuricidad imputable. La buena fe debe ser ignorancia, pero legítima ignorancia, esto es, tal, que con el uso de la normal diligencia no hubiera podido ser superada.

     Como resultado, está siempre latente la necesidad de darse la  ignorancia de parte de aquél que con sus actos daña un interés protegido por la ley, pero dicha ignorancia debe estar investida de legitimidad; por lo tanto, requiere del individuo un grado de diligencia normal y capaz de superar dichos errores o de evitar las consecuencias antijurídicas por sus actos. Por ejemplo, un sujeto al adquirir un bien de manos de un supuesto propietario y poseedor, confía en que efectivamente el vendedor lo es, cuando de hecho no lo es, porque no conoce la falta de legitimidad de éste, confía en su posesión y en la presunta titularidad sobre el bien ahora parte de su patrimonio.
     Estas razones, hacen posible la protección del sujeto confiado en la apariencia, al considerar su estado consciente basado en la creencia de vivir, actuar y desenvolverse de acuerdo a criterios de honestidad y corrección; y, a través de ella, el Derecho tutela su interés así como el de otras personas que también ignoran condiciones como la antes dichas.

     III.II La buena fe objetiva o buena fe contractual (deberes secundarios de conducta)
     Afirma De Los Mozos (1965) que éste es uno de los aspectos de la buena fe más intensos en su aplicación, el cual tiene su campo de desarrollo en el Derecho de obligaciones y en la teoría general del negocio jurídico. Por ello muy sabiamente se le identifica con la fidelidad y lealtad en las relaciones jurídicas contractuales, porque como señala el artículo 1.160 del Código Civil (1982) los contratos obligan no sólo al cumplimiento sino también a todas las consecuencias emergentes de aquéllos según su naturaleza, conforme a la buena fe, al uso y a la equidad.        Por ende complementa e integra tanto el orden jurídico como el orden negocial con una serie de reglas llamadas por la doctrina deberes secundarios de conducta.
     La buena fe sirve para atenuar una norma demasiado rígida, o para completar o llenar otra demasiado escueta; bien proceda de la ley o de los particulares. Se caracteriza por imponer deberes a la conducta o comportamiento en el campo del negocio jurídico y de las relaciones obligacionales engendradas por aquél. Es una creación jurídica, porque destaca el poder jurigenético de la buena fe, en razón de ampliar las obligaciones contractuales ya existentes integrándolas con obligaciones primarias y secundarias o instrumentales de conservación y respeto del derecho ajeno. Ella evita los actos que importen un venire contra factum (volver contra los actos propios).
     Se predica en Argentina, que se trata de buena fe confianza o buena fe probidad, al implicar una regla de conducta de probidad, capaz de generar en los demás la confianza de su acatamiento. Y —aunque con la vaguedad propia de los sustantivos que designan a los standards jurídicos— es comprendida como la atinente al criterio de recíproca lealtad de conducta o confianza entre las partes, o al comportamiento leal y honesto de la gente de bien. Puede tener como modelo el comportamiento de un "buen padre de familia" (Alterini, 1999).
     Esto implica que el contrato obliga en los alcances en que las partes "entendieron o pudieron entender, obrando con cuidado y previsión", con lo cual incluye a todo el cortejo de consecuencias virtualmente comprendidas en él. Para establecer esos alcances, corresponde tomar en cuenta distintos parámetros: a) la naturaleza del contrato; b) las negociaciones previas; c) las prácticas establecidas entre las partes; d) su conducta ulterior; e) los usos del lugar de celebración si no han sido excluidos expresamente; f) la equidad, tomando en consideración la finalidad del acto y las expectativas justificadas de la otra parte.
     No obstante, en el derecho contemporáneo existe la tendencia de ver la relación entre las partes no de manera aislada, sino en conjunto, encontrándose así una gran variedad de obligaciones o deberes que no se circunscriben al sólo derecho de un contratante de exigir a otro la realización de una prestación. La buena fe contractual y los deberes secundarios que de ella emanan, tienen el fin de regir y limitar el ejercicio de los derechos subjetivos para evitar un daño a otro, sin provecho alguno para su titular (ejercicio abusivo del derecho) o en los contratos onerosos para evitar que el deudor resienta un sacrificio en sus intereses, que no corresponde al valor de los recibidos por su parte. Concluye Solarte (2004:304):
(…) existen otros deberes jurídicos, que se denominan “deberes secundarios de conducta”, “deberes colaterales”, “deberes complementarios” o “deberes contiguos”, tales como los de información, protección, consejo, fidelidad o secreto, entre los más relevantes, que aunque no se pacten expresamente por las partes, se incorporan a los contratos en virtud del principio de buena fe. Se señala que su origen está en planteamientos realizados por juristas alemanes, como STAUB y STOLL, a comienzos del siglo XX, así como a la labor de doctrinantes de la talla de DEMOGUE en Francia.   
    
     IV. La Teoría de los Actos Propios
     Es aquella que proscribe el ejercicio de un derecho en contradicción u oposición a un comportamiento anterior, generador en la consciencia del contrario en la relación jurídica contractual, la efectiva conclusión de mantenerse tal como fue ejercido, porque de acuerdo a criterios objetivos como la buena fe, tal cambio brusco resulta contrario y transgresor de la buena fe, por haberse dado la seguridad del no ejercicio del derecho posterior al primigenio. Por tal razón señalaba Enneccerus, citado por Puig-Brutau (1951: 101) lo siguiente:
A nadie es lícito hacer valer un derecho en contradicción con su anterior conducta, cuando esta conducta, interpretada objetivamente según la ley, las buenas costumbres o la buena fe, justifica la conclusión de que no se hará valer el derecho, o cuando el ejercicio posterior choque contra la ley, las buenas costumbres o la buena fe.

     La doctrina de los actos propios se fundamenta en una idea simple: nadie puede variar de comportamiento injustificadamente cuando ha generado en otros una expectativa de comportamiento futuro” (López, 2009: 191). Esto es así porque se basa en la fidelidad señalada por De Los Mozos (1965), como fundamental en las relaciones jurídicas, la cual constituye un deber jurídico de respeto y sometimiento a una situación jurídica creada, en virtud del principio de la buena fe. Stiglitz y Morello, citados por López (2009: 192) señalan:
(…) la doctrina del acto propio importa una limitación o restricción al ejercicio de una pretensión. Se trata de un impedimento de `hacer valer el derecho que en otro caso podría ejercitar´. Lo obstativo se apoya en la ilicitud material –se infringe el principio de buena fe– de la conducta ulterior en contradicción con la que le precede. Y se trata de un supuesto de ilicitud material que reposa en el hecho de que la conducta incoherente contraría el ordenamiento jurídico, considerado éste inescindiblemente.

     Por consiguiente, dicha regla requiere el respeto y constancia en los compromisos adquiridos, verbigracia, los contratos, y constituye una ayuda para la adecuada adaptación de las instituciones tradicionales a las exigencias del tráfico jurídico actual. Con dicha teoría se precisa la noción de equilibrio contractual porque las partes deben tener en cuenta el interés del otro y conciliar dichos intereses bajo principios de colaboración, lealtad y coherencia, entre otros.

     IV.I Criterio de la Legítima Confianza
     Con respecto a la confianza elemental en las relaciones privadas, la moderna doctrina alemana e italiana han señalado la importancia que debe dársele al criterio de la legítima confianza, porque hay una carga para el autor de una declaración o conducta, referida a conocer el significado de su propio comportamiento; es decir, debe aquél hablar claro y asumir como riesgo de su propio comportamiento, los daños producidos por las ilaciones generadas por su conducta y legítimas expectativas suscitadas por su actuar (Mélich, 2009). Aduce además (Mélich, 2009:116):   
El declarante tiene, pues, la carga de expresar lo que quiere según las reglas del lenguaje, adoptando el significado propio de las palabras y atendiendo a la conexión de ellas entre sí, así como de cuidarse de todas las circunstancias concomitantes que en relación con ellas, o aun en ausencia total de ellas, pudieren llegar a apreciarse como hechos concluyentes de haber tenido una determinada voluntad. El destinatario de una declaración apenas tiene un deber derivado y consecuencial del deber general que gravita igual sobre todos los que vivimos en sociedad, de comportarnos conforme a las pautas  de la buena fe, y que nos impone advertir el error objetivamente reconocible en el cual hubiera podido incurrir involuntariamente el agente de un determinado comportamiento y estar atento a no malentender su significado y consecuencias cuando de nuestra omisión culposa pudieren derivar daños para él.

     Puede así, evidenciarse la importancia dada en las relaciones negociales, como en toda relación jurídica, a las declaraciones y a la conducta de las partes, porque al prever el artículo 1.160 del Código Civil (1982) la imperatividad respecto a la ejecución del contrato de buena fe, se instituye una serie de obligaciones a los participantes, con el objeto de encauzar debidamente los actos que a bien tengan efectuar para el logro del objeto. Se trata de una obligación al declarante o contratante, que de no ceñirse a lo impuesto por la buena fe, su conducta o declaración podría ser catalogada como contraria a la buena fe contractual, fuente de la teoría de los actos propios, también llamada criterio de le legítima confianza, por el no cumplimiento de deberes impuestos por tal criterio, tendientes a lograr los deberes principales establecidos por la partes en la contratación.
     Expuso Larenz, (Bernal, 2008: 313):
(…) el ordenamiento jurídico protege la confianza suscitada por el comportamiento de otro y no tiene más remedio que protegerla, porque poder confiar, como hemos visto, es condición fundamental para una pacífica vida colectiva y una conducta de cooperación entre los hombres y, por tanto, de la paz jurídica. Quien defrauda la confianza que ha producido o aquella a la que ha dado ocasión a otro, especialmente a la otra parte en un negocio jurídico, contraviene una exigencia que el Derecho -con independencia de cualquier mandamiento moral-tiene que ponerse así mismo porque la desaparición de la confianza, pensada como un modo general de comportamiento, tiene que impedir y privar de seguridad el tráfico interindividual. Aquí entra en juego la idea de una seguridad garantizada por el Derecho, que en el Derecho positivo se concreta de diferente manera (…)

     IV.II Presupuestos de aplicación de la Teoría de los Actos Propios
     Se requiere en primer lugar una conducta, capaz de engendrar una situación contraria a la realidad, esto es, aparente, y mediante tal apariencia, susceptible de influir en la conducta de los demás, y constituir la base de la confianza de la otra parte que haya procedido de buena fe y que, por ello, haya obrado de una manera que le causaría un perjuicio si su confianza quedara defraudada (Puig- Brutau, 1951). Es decir, una situación jurídica preexistente; una conducta del sujeto, jurídicamente relevante y plenamente eficaz, suscitante en la otra parte de una expectativa seria de comportamiento futuro y una pretensión contradictoria con esa conducta atribuible al mismo sujeto (López, 2009).
     Es decir, un sujeto ejecuta un comportamiento; el cual puede consistir en una declaración, prestación, u otra. Lo que importa es que esa conducta sea determinante e influyente en el destinatario, y éste asumirá dando por sentado un estado de cosas determinado, el cual, a su modo de ver y en virtud de la confianza generada en su psiquis a través del criterio objetivo de la buena fe, no cambiará, sino que se mantendrá, lo cual resultará favorable para éste; pero, dicha expectativa es traicionada posteriormente por un cambio brusco de conducta, el cual será a leguas harto contradictorio y opuesto a las buenas costumbres, a los propósitos de la ley, y por ende, a la buena fe preceptuada en las normas antes citadas en conjunto con el artículo 2 de la Carta Magna que pondera la solidaridad como uno de los valores superiores del Estado venezolano.

     IV.III Requisitos para su aplicación
     Siguiendo a Marcelo López Mesa (2009), se requiere en primer lugar un acto expresivo inequívoco respecto de su alcance e intención de crear o modificar un derecho. No pueden darse conjeturas sobre posibles significaciones de un acto y alcance de la actuación objeto de la pretensión de eliminación o contradicción; deben ir dirigidos a crear, definir, fijar, modificar, extinguir o esclarecer sin duda alguna determinada situación jurídica (López, 2009). Es decir, una manifestación, prestación, abstención o negación que no da lugar a otra interpretación; es decir, una vez expresada o realizada tal conducta, esta ha de ser entendida a la luz de su contenido literal, no pudiendo ser tergiversada por constituir de manera cierta el deseo de conseguir los efectos producidos por la misma, eliminando así cualquier otra significancia posible en virtud de estar dirigida desde un principio a constituir, reglar, transmitir, extinguir o modificar una relación jurídica determinada, como por ejemplo, el contrato. Por consiguiente, los actos del individuo cambiante deben ejecutarse con absoluta seguridad y ser entendidos por su receptor de la misma forma.
     En segundo lugar, debe darse una palmaria contradicción con el acto anterior inequívoco. Por lo tanto, resultan nulas aquellas elaboradas alegaciones sobre supuestas contradicciones implícitas. La referida contradicción debe evitar cualquier tipo de dudas, no dejar lugar a  segundas interpretaciones. Si se exige un nexo de causalidad eficiente entre dichos actos y su incompatibilidad con lo ulteriormente pretendido para ligar al autor con el sujeto pasivo de éstos, tal contradicción no da lugar a la compatibilización o cese de la confrontación entre ambos actos o manifestaciones (López, 2009). Tal contradicción debe ser tajante, debe ser exacta, e incapaz de producir otras explicaciones a acerca de la misma.
     En tercer lugar, se requiere la ausencia de vicios en la voluntad inicial, porque la teoría en examen es de aplicación residual, tal y como lo ha establecido la doctrina autorizada; además, si la voluntad inicial se encuentra viciada, mal podría invocarse la teoría de los actos propios, cuando existe en el ordenamiento jurídico civil venezolano, una serie de disposiciones tendientes a buscar la nulidad judicial de tales actos ejercitados sin voluntad libre y plena. Esto se comprende por el hecho de que los códigos civiles, como el venezolano, han establecido un sistema de anulación de los actos viciados y a juicio de López (2009), no podría indirectamente, por aplicación de una doctrina pretoriana, hacerse tabla rasa con dicho sistema y terminar convalidando actos viciados gravemente.
     En cuarto lugar, la voluntad plasmada en el primer acto, que luego se pretende contradecir, debe haber sido libre, pues, si hubiera sido coaccionada de algún modo, no se aplicaría a este caso la doctrina del venire contra factum. Se enfatizan así, las ideas de libertad de acción, plenitud de voluntad del actor, inequivocidad del acto y determinación acabada de sus efectos. Se halla entonces tal requisito, muy relacionado con el anterior, respecto a la necesidad de inexistencia de vicios de la voluntad. Pero en el caso in comento, se trata es de que el acto jurídico inicial debe haberse ejecutado con total y absoluta consciencia, en donde el actor lo ha efectuado de manera voluntaria, sin mediar ningún querer ajeno al suyo, y sin que haya sido compelido al mismo. Con referencia a lo anteriormente expuesto, López (2009) establece al considerar dichos parámetros, la obviedad de que el acto realizado bajo presión no obliga como tampoco vincula el acto obtenido por violencia o intimidación; por lo tanto, al estar el juez en presencia de un acto emitido bajo presión o violencia, no puede considerarse que se trata de un acto válido y sin validez del primer acto, no puede aplicarse la doctrina de los actos propios.
     Como quinto requisito, se señala el circunscrito a la necesidad de darse la identidad de los sujetos que actúan y se vinculan en ambas conductas. Por lo tanto, la declaración de voluntad original —sea expresa o tácita— y el intento posterior de volver sobre ella, se habrán producido con la intervención de los mismos sujetos de la relación jurídica. Pero no siempre ello es exigible; la identidad de sujeto debe darse inexorablemente en quien actúa en forma voluble, pretendiendo cambiar su accionar (López Mesa, 2009). Esto es así, porque con el actuar de éste, es que se lesiona el principio de la buena fe, porque en el inicio del acuerdo, en la ejecución o en las tratativas del mismo, genera una expectativa legítima sobre el contrario o sobre otra persona, y ésta realiza una actuación basada en la conducta primigenia de aquél, y luego al contradecirse, viola además de la buena fe, las legítimas expectativas de la contraparte o un tercero, cuando debía comportarse con coherencia y lealtad.
     Como sexto y último requisito, la primera actuación debe estar revestida de juridicidad, obviamente, porque si la primera conducta está prohibida por el ordenamiento jurídico, es decir fuera antijurídica, o ilícita, o inmoral, no habría posibilidad de aplicar la teoría de los actos propios, en razón de existir mecanismos legales capaces de solventar tal situación. Por constituir la primera como la segunda y contradictoria conducta, derechos subjetivos del actor, cabría preguntarse el por qué tal requerimiento establece la necesidad de juridicidad de aquél primer comportamiento.
     Siendo así las cosas, se entiende que a pesar de constituir ambas conductas derechos subjetivos del actor, cuando éste de manera brusca e inesperada para su contraparte contractual o para un tercero, cambia con su actuar lo consentido por él en aquél primer acto, por muy derechos que sean, se transgrede lo inspirado por el principio de la buena fe, en razón de la evidente incoherencia prohibida por tal principio inspirador de las relaciones contractuales modernas. Pero tales consideraciones no son la médula de dicho requisito, porque como bien se señaló, la primer conducta ejercida por el actor no debe ser prohibida por el ordenamiento jurídico civil venezolano, porque el artículo 1160 del Código Civil (1982) expone, que los contratos deben ser ejecutados de buena fe y obligan no sólo a lo expresado en ellos sino a todas las consecuencias que a bien podrían presentarse en virtud de la ley y otros criterios objetivos, como el uso y la equidad.
     Por consiguiente, la primera conducta debe estar acorde a lo perseguido por la ley al proveer a las partes una medida de regulación de sus intereses privados; por lo tanto, tal conducta primaria no debe ser antijurídica, inmoral o ilícita, porque haría imposible la aplicación de la teoría de los actos propios, ya que existen otros mecanismos legales tendientes a la solución de tales supuestos. En consecuencia, la regla venire contra factum constituye un aforismo vinculado ante todo con la imposibilidad de impugnar un negocio jurídico  confirmado tácitamente, por lo tanto, no ha de hacérselo jugar en supuestos de actos inconfirmables.
     Sin duda, no se puede tratar de obtener un resultado favorable con fundamento en un acto o en una situación irregular cuando de esta irregularidad o de esta ilegalidad es culpable el mismo que trata de obtener el beneficio. Los actos propios no pueden ir en contravención de la ley, no puede aplicarse a un primer acto que concede un derecho en contra de lo establecido de manera expresa por una norma. Como resultado, respecto a la juridicidad necesaria para configurar la correcta aplicación de la teoría de los actos propios, si la primera conducta fuera antijurídica, por ser ella ilícita, inmoral o prohibida, no cabría acudir a los actos propios en dicho caso. Esto se entiende porque habría otras formas de atacar la conducta porque la norma expresamente lo prevé.

     IV. Su aplicación en la interpretación contractual
     Es preciso así, comentar una sentencia dictada por el Juzgado Séptimo de los Municipios Maracaibo, Jesús Enrique Lossada y San Francisco de la Circunscripción Judicial del Estado Zulia. La Nº 161-2010, del 20 de octubre de 2010, expediente 2024, atinente a procedimiento de resolución de contrato de arrendamiento, con ponencia del juez William Coronado González. En dicha causa, el demandado en procura de cumplir con su prestación, presentó un depósito bancario hecho a favor del actor en el juicio.
     Consideró el juez, que aquel depósito, es catalogado como la efectiva recepción de las cantidades de dinero que a bien se depositen en la cuenta, en la persona del titular de la misma, siendo esta la conducta o comportamiento generador de la expectativa legítima o plausible de que el depositante ha cumplido con su deber en el contrato, porque el acreedor o titular de la cuenta lo tiene ya incorporado a su patrimonio, dándose así satisfacción a su acreencia, en razón del consentimiento tácito respecto al mismo. Por tal razón expuso el juez en el dispositivo del fallo:
(…) de no entenderlo así se podría generar un error vacüi, como consecuencia de la inseguridad jurídica, que conllevaría que una vez advertida la manifestación de voluntad en un sentido, por alguna de las partes no le es posible al sujeto de derecho retractarse de la misma sin grave desmedro a la lealtad, buena fe y expectativa legítima que su voluntad ha creado a la otra parte y a la colectividad en general; de allí aquel viejo aforismo latino “Nemo Auditur Propriam Turpitudinem Allegans”, que indica que ningún Juez debe aceptar las pretensiones de quien alega su propia torpeza, entendida como deslealtad, fraude, lasciva y cualquiera otra causa contra las buenas costumbres y la Ley.

     Como resultado, la pretensión del actor fue declarada sin lugar en razón de resultar absolutamente contradictoria, y transgresora del principio de la buena fe, por constituir  un regreso a los actos propios, o venire contra factum, porque si el deudor ya ha cumplido con su obligación principal de la forma antes transcrita, considerará que no se hará nada más de lo acordado; es decir, el deudor cumple al depositar el total de los cánones debidos al arrendador, y aquél espera así, poder seguir ocupando el bien objeto del arrendamiento, por lo tanto, el derecho eventual de pedir la resolución o desalojo del contrato en cuestión, se considerará por el deudor o arrendatario como inexistente, porque su contraparte aceptó de maneta tácita su cumplimiento mediante del respectivo depósito bancario.
     Por tal razón, Gordillo (2003), opina que la doctrina de los actos propios es la mejor forma de interpretar la voluntad de las partes, al ver cómo ellas se han comportado en su ejecución. Es decir, ver lo que han hecho y dicho, sus actos, sus comportamientos. A la luz de tan eminente doctrina deben rechazarse las pretensiones contradictorias con la conducta pasada del pretensor, cuando ellas contrarían la buena fe o vulneran la confianza depositada por terceros sobre dicha conducta previa, aunque formalmente constituya un derecho de aquél, pero materialmente, viola el orden jurídico.
     Se aduce que la decisión judicial señalada, constituye la primera en su clase respectiva a la teoría de los actos propios en materia contractual en Venezuela. Se ha dicho antes, que por ser muy poco el número de autores avocados al estudio de tal figura, resulta muy cierto el señalamiento de López (2009), de que se trata de una respuesta jurisprudencial y doctrinal a problemas concretos y acuciantes, con desarrollo gradual por no contar con el tratamiento legislativo, por ello, es una institución casuística.

VI. Conclusiones
     Se evidencia así, la aplicabilidad de la teoría de los actos propios en materia contractual en Venezuela, cuando el artículo 1160 del Código Civil (1982) impone un comportamiento y ejecución de las obligaciones a la luz de la buena fe, así como a todas las consecuencias derivadas de aquellos negocios. Se protege la legítima confianza generada por un comportamiento o conducta o sujeto que luego, contraviene con aquella al pretender ejercitar un derecho capaz de engendrar una clase de ilicitud material por contrariar el principio general de la buena fe, por consiguiente, al darse una situación como la descrita hasta ahora, el juez o intérprete deberá desenvolverse a la luz de las disposición legal anterior, junto a lo preceptuado en el aparte único del artículo 12 del Código de Procedimiento Civil, que impone a los jueces interpretar los contratos según la buena fe, con el fin de proteger a la parte contractual desfavorecida por la contradicción o vuelta sobre los propios actos.
     En consecuencia, no resulta difícil, por tanto, enlazar la teoría de los actos propios con el principio de la buena fe, porque aquella exige el respeto en las relaciones jurídicas, así como el respeto a la confianza depositada en la apariencia. En definitiva, es una derivación del principio fundamental de la buena fe que exige la protección por la confianza suscitada en la apariencia, porque la conducta de una persona descansa en la valoración racional de los actos ajenos, y la buena fe exige que éstos sean considerados como una base firme de la conducta de quien depositó en ellos su confianza. Porque la confianza, es una base fundamental en la sociedad, ponderada por la tesis o criterio objetivo de la buena fe.
     Como resultado, la teoría de los actos propios, consiste en mantener en las relaciones jurídicas contractuales una conducta coherente y constante con lo pactado, en virtud de la confianza y conclusión de parte del receptor de que su cocontratante seguirá fiel a lo mostrado a éste, porque lo contrario no puede prevalecer sobre la confianza de éste último, así se trate de un derecho. Por lo tanto, en el caso comentado, debía el actor mantenerse en la situación generada a través del depósito bancario, lo cual hubiera sido capaz de evitar la puesta en marcha del aparataje jurisdiccional y evitar los gastos correspondientes a las partes, así como dañar a su contraparte.
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